Esto fue escrito por Jerome Weidman
Cuando yo
era un hombre muy joven y apenas empezaba a abrirme camino en la vida,
me invitaron a cenar en casa de un distinguido filántropo neoyorquino.
Después de la cena, nuestra anfitriona nos llevó a una sala enorme.
Aparentemente, me esperaba una velada de música de cámara. Digo la
frase “me esperaba” porque la música no significaba nada para mí. Casi
no distingo los tonos musicales: sólo con gran esfuerzo llevo en tono la
melodía más simple, y la música seria para mí no era más que ruido
organizado.
Así que hice lo que siempre hago cuando me siento atrapado:
me senté, y cuando empezó la música, puse lo que, esperaba, era una
expresión de inteligente apreciación, cerré los oídos internamente y me
sumergí en mis propios pensamientos totalmente irrelevantes. Después de
un rato, al advertir que las personas a mi alrededor aplaudían, concluí
que podía destapar mis oídos sin riesgo. Al instante oí una voz suave,
pero sorprendentemente penetrante, que me preguntaba si me gustaba Bach.
Sabía tanto de Bach como de la fisión
nuclear. No obstante, sí conocía uno de los rostros más famosos del
mundo, con la célebre melena revuelta de pelo canoso y la indefectible
pipa entre los dientes. Me encontraba sentado al lado de Albert
Einstein. Percibía que estaba ante un ser humano al que no se le podía
mentir, por pequeña que fuera la falsedad y por ello le confesé que no
sabía nada de Bach. No es que no quiera que me guste Bach, sólo que no
distingo los tonos musicales, o casi no, y en realidad nunca he
escuchado la música de nadie. Se asomó una expresión de preocupación al
rostro del viejo e inmediatamente me pidió que lo acompañara.
Mientras me llevaba por el atestado salón, fijé la mirada en la alfombra, avergonzado. Un creciente murmullo de desconcertada especulación nos siguió al salir al pasillo. Einstein no le hizo caso. Con firmeza, me llevó al piso de arriba. Evidentemente conocía bien la casa. Allí, abrió la puerta de un estudio, cuyas paredes estaban llenas de libros, me hizo pasar y cerró la puerta.
Mientras me llevaba por el atestado salón, fijé la mirada en la alfombra, avergonzado. Un creciente murmullo de desconcertada especulación nos siguió al salir al pasillo. Einstein no le hizo caso. Con firmeza, me llevó al piso de arriba. Evidentemente conocía bien la casa. Allí, abrió la puerta de un estudio, cuyas paredes estaban llenas de libros, me hizo pasar y cerró la puerta.
—Dígame, por favor —prosiguió—. ¿Hay algún tipo de música que le guste?
—Bueno —contesté—, me gustan las canciones con letra, y la clase de música donde yo pueda seguir la melodía.
—Bueno —contesté—, me gustan las canciones con letra, y la clase de música donde yo pueda seguir la melodía.
Sonrió y asintió con la cabeza, con evidente agrado.
—¿Me puede dar un ejemplo, tal vez?
—Pues bien —me aventuré—, casi cualquier cosa de Bing Crosby.
Volvió a asentir animadamente.
—¡Muy bien! —Se dirigió a un rincón de la habitación, abrió un fonógrafo y empezó a sacar discos. Lo observé con nerviosismo. Por fin, sonrió. Puso el disco, y en un instante el estudio se llenó con los compases relajados y cadenciosos de “When the Blue of the Night Meets the Gold of the Day”, de Bing Crosby. Einstein me sonrió y llevó el compás con su pipa. Después de tres o cuatro frases, detuvo el fonógrafo.
—Ahora bien —dijo—. ¿Me dice, por favor, lo que acaba de escuchar?
—¿Me puede dar un ejemplo, tal vez?
—Pues bien —me aventuré—, casi cualquier cosa de Bing Crosby.
Volvió a asentir animadamente.
—¡Muy bien! —Se dirigió a un rincón de la habitación, abrió un fonógrafo y empezó a sacar discos. Lo observé con nerviosismo. Por fin, sonrió. Puso el disco, y en un instante el estudio se llenó con los compases relajados y cadenciosos de “When the Blue of the Night Meets the Gold of the Day”, de Bing Crosby. Einstein me sonrió y llevó el compás con su pipa. Después de tres o cuatro frases, detuvo el fonógrafo.
—Ahora bien —dijo—. ¿Me dice, por favor, lo que acaba de escuchar?
La
respuesta más sencilla, aparentemente, consistía en cantar la letra.
Eso hice justamente, haciendo un esfuerzo desesperado por mantenerme
afinado y evitar que la voz se me quebrara. La expresión en el rostro de
Einstein era como el amanecer.
—¡Ya ve! —gritó con alborozo cuando terminé—. ¡Sí tiene oído para la música!
Mascullé algo en el sentido de que era
una de mis canciones favoritas y que la había escuchado cientos de
veces, así que eso no probaba nada.
—¡Tonterías! —contestó Einstein—. ¡Lo prueba todo! ¿Recuerda su primera lección de aritmética en la escuela? Suponga que en su primerísimo contacto con los números el maestro le hubiera pedido que resolviera un problema, digamos, que tuviera que ver con la división o las fracciones. ¿Lo hubiera podido hacer?
—No, por supuesto que no.
—¡Tonterías! —contestó Einstein—. ¡Lo prueba todo! ¿Recuerda su primera lección de aritmética en la escuela? Suponga que en su primerísimo contacto con los números el maestro le hubiera pedido que resolviera un problema, digamos, que tuviera que ver con la división o las fracciones. ¿Lo hubiera podido hacer?
—No, por supuesto que no.
—¡Precisamente! —y Einstein hizo un
ademán triunfal con la pipa—. Hubiera sido imposible, y usted habría
reaccionado con pánico. Habría cerrado la mente a la división y a las
fracciones. Como resultado de ese pequeño error de su maestro, es
posible que durante toda la vida se le hubiera negado la belleza de la
división y de las fracciones. En su primer día, ningún maestro sería tan
tonto. Empezaría con cosas elementales. Luego, cuando hubiera adquirido
usted habilidad con los problemas más sencillos, lo llevaría hasta la
división y las fracciones.
Así es también con la música.
Einstein pasó a algo más complicado.
Encontró otro disco y lo puso. La voz dorada de John McCormack cantando
“El trompetista” llenó la habitación.
—¡Bien! —dijo—. ¿Me hará el favor de cantarme eso?
Lo hice, con mucha timidez pero, para mí, con un sorprendente grado de precisión.
—¡Excelente! —comentó Einstein cuando terminé—. ¡Maravilloso! ¡Ahora esto!
Siguieron una docena más de piezas. No podía yo sacudirme la
sensación de reverencia por la manera como este gran hombre, en cuya
compañía me encontraba por casualidad, se concentraba tan completamente
en lo que hacíamos, como si yo fuera lo único que le interesaba.
Llegamos por fin a grabaciones de música sin letra, que me pidió
tararear.Lo hice, con mucha timidez pero, para mí, con un sorprendente grado de precisión.
—¡Excelente! —comentó Einstein cuando terminé—. ¡Maravilloso! ¡Ahora esto!
Cuando intenté dar una nota aguda, Einstein abrió la boca e inclinó la cabeza hacia atrás, como para ayudarme a lograr lo que parecía inalcanzable. Evidentemente, me acerqué lo suficiente, porque de pronto apagó el fonógrafo.
—Ahora, joven —dijo, entrelazando su brazo con el mío—, estamos listos para Bach.
Cuando regresamos a la sala, los músicos
afinaban para interpretar una nueva pieza. Einstein sonrió y me
tranquilizó con una palmadita sobre la rodilla.
—Sólo permítase escuchar —susurró—. Eso es todo.
—Sólo permítase escuchar —susurró—. Eso es todo.
No era todo, desde luego. Sin el
esfuerzo que acababa de hacer espontáneamente para un desconocido total,
jamás hubiera yo escuchado, como lo hice aquella noche por primera vez
en la vida, “Las ovejas pueden pastar seguras”, de Bach. He escuchado
esta aria muchas veces desde entonces. Creo que jamás me cansaré de
hacerlo. Porque nunca la escucho solo. Estoy sentado al lado de un
hombrecito rechoncho con melena revuelta y canosa, una pipa entre los
dientes y ojos que contienen, en su extraordinaria calidez, toda la
maravilla del mundo.
Cuando terminó el concierto, agregué mi aplauso genuino al de los demás. De pronto, nuestra anfitriona se dirigió a nosotros.
—Siento mucho, doctor Einstein —dijo con una mirada glacial hacia mí—, que se perdió tanto de la función.
Einstein y yo nos pusimos de pie apresuradamente.
—Yo también lo siento —repuso—. Mi joven amigo y yo, sin embargo, estábamos ocupados en la actividad más grande de la que es capaz el hombre.
La mujer no entendía.
—¿De veras? —dijo—. ¿Y qué actividad es esa?
—Siento mucho, doctor Einstein —dijo con una mirada glacial hacia mí—, que se perdió tanto de la función.
Einstein y yo nos pusimos de pie apresuradamente.
—Yo también lo siento —repuso—. Mi joven amigo y yo, sin embargo, estábamos ocupados en la actividad más grande de la que es capaz el hombre.
La mujer no entendía.
—¿De veras? —dijo—. ¿Y qué actividad es esa?
Einstein sonrió y puso su brazo sobre mis hombros. Y pronunció diez palabras que, por lo menos para una persona que estará siempre en deuda con él, son su epitafio: —Abriendo un fragmento más de la frontera de la belleza.
Jerome Weidman fue novelista, guionista y dramaturgo ganador del Premio Pulitzer.
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